Hay circuitos que se corren y hay circuitos que se escriben. Spa-Francorchamps pertenece a la segunda categoría. Anidado en las Ardenas belgas, rodeado de árboles oscuros y de una niebla que parece no disiparse nunca, este trazado centenario es algo más que una pista de carreras: es un museo vivo. Y entre sus vitrinas de velocidad y vértigo, hay una pieza que sigue brillando: la huella imborrable de Juan Manuel Fangio.

Fue el 18 de junio de 1950. Bélgica era la quinta cita del flamante Campeonato Mundial de Fórmula 1, nacido tras el horror de la guerra. A Fangio lo conocían ya en Europa: venía de dominar los caminos de la Argentina y de abrirse paso entre leyendas con su Alfa Romeo número 10. Ese día, bajo un cielo espeso y con curvas que devoran motores, el balcarceño venció.

Spa-Francorchamps, un trazado de rutas convertido en circuito a fuerza de pasión y necesidad, había sido creado casi tres décadas antes por la inquietud de un periodista belga. El triángulo de asfalto entre Spa, Malmédy y Stavelot había albergado carreras de motos, de resistencia y de nobleza al volante, pero la historia grande empezó cuando la F1 lo incluyó en su calendario. Y fue Fangio el primero en grabar su nombre en esa piedra angular.

El argentino se posicionó detrás de Giuseppe Farina en la grilla de partida. El italiano había marcado la pole, pero en esa época eso no garantizaba mucho más que un lugar al sol. El verdadero duelo se libraba durante casi tres horas a velocidades que rozaban los 300 kilómetros por hora, sin cinturones de seguridad, sin cascos integrales ni escapes de emergencia. Solo máquinas hambrientas de gloria y hombres dispuestos a ser parte de su destino.

Juan Manuel Fangio el primer ganador en el circuito belga.

Fangio mantuvo su Alfa entero en una jornada que castigó sin piedad a sus rivales. Farina abandonó. Raymond Sommer, con su Talbot Lago, también quedó en el camino. Quedaban Fangio y Luigi Fagioli, compañeros de equipo, pero no aliados. Fue el argentino quien cruzó la meta primero, con 11 segundos de ventaja tras recorrer más de 550 kilómetros a un promedio de 177 km/h. Una marca que superaba el viejo récord de Herrmann Lang, establecido en 1937, antes de que la guerra borrara por años la palabra “carrera” del mapa europeo.

Spa no fue el único lugar donde Fangio dejó su marca. También venció tres veces en Monza, Nürburgring, Reims-Gueux y Bremgarten. Pero el trazado belga tiene algo de leyenda en sí mismo, como si los árboles del bosque que lo rodean supieran de hazañas pasadas y se inclinaran levemente al paso de los autos. En ese paisaje, el argentino no solo ganó: inauguró una era.

La de 1950 fue una temporada corta pero feroz. Fangio también ganó en Montecarlo y en Francia. Sin embargo, el campeonato terminó en manos de Farina por apenas tres puntos. No importó. El argentino había dejado en claro que su lugar no era la excepción sino la regla. Lo demostraría con creces en los años siguientes.

Décadas después, Spa-Francorchamps sería transformado. En 1979 se inauguró una nueva versión, más corta y moderna, de casi 7 kilómetros, que aún conserva la mística de la original. En 1983 volvió a recibir a la Fórmula 1, y Alain Prost fue el vencedor. Para entonces, Fangio ya era un prócer del deporte mundial, el hombre que había sido campeón cinco veces y que todavía ostentaba el récord de títulos.

Michael Schumacher, también dueño y señor de Spa con seis victorias, y Lewis Hamilton luego, lo desplazarían en los libros de estadísticas. Pero las estadísticas no siempre alcanzan para contar una historia. Fangio no solo ganó carreras. Abrió caminos. Y Spa, ese circuito nacido de rutas rurales y sueños de posguerra, fue el primero en rendirse a sus pies.

En esa victoria de 1950, el tiempo pareció detenerse. No había aún luces LED, ni pantallas gigantes, ni millones de espectadores digitales. Solo un piloto argentino, una máquina roja, y un circuito belga que se convertiría en altar.